viernes, 29 de enero de 2010

Saliva Azul - Ángeles Durini

Cuentan que hace mucho, en España, vivía un príncipe al que le gustaba arrojar escupitajos a los transeúntes que pasaban por la vereda del palacio. La costumbre de dicho príncipe figura en los libros de historia, e incluso algunos incluyen un pequeño dibujo que lo describe apostado al cerco del lado del jardín, confundiéndose con la ligustrina, vestido con un hermoso traje verde decorado de pequeñas hojas. Al parecer el muchacho, al fin y al cabo no era más que un muchacho, permanecía varias horas prácticamente inmóvil entre las hojas, y en cuanto pasaba alguno, ¡saz!, le lanzaba el pollo.

Siguen contando los libros que, cuando el príncipe recién comenzaba a ejercitar el hábito, el transeúnte no podía hacerse a la idea de dónde venía el estrambótico charco que se depositaba en su pelada o en la pluma de su sombrero. Entonces, tocaba la campanilla del palacio con algún argumento. Si el transeúnte había resultado ser plomero, le avisaba al portero o al lacayo que se dignara a abrir, que el palacio sufría de la pérdida de agua por un caño roto y —de paso cañazo— ofrecía sus servicios. Si la transeúnte tenía la suerte de ser maestra, explicaba que algún árbol extraño del jardín se entretenía en escupir a los paseantes, y ya que este hecho no podía ser considerado de buena educación en un árbol de jardín de palacio, ella se ofrecía a enseñarle, en poco tiempo, al menos que escupiera para adentro y no para la vereda. Entonces el portero, o quien fuera, se tomaba el trabajo de revisar el jardín. Claro, al príncipe ni lo veía, disfrazado de hojas como estaba. Luego, al final del día, presentaba los argumentos a las majestades. Después de escuchar varios de ellos y consultar con los consejeros, el argumento de la maestra fue el que más convenció a la realeza. El charco que caía de golpe tenía más la consistencia de un escupitajo que la del agua de caño o que la de cualquier otra argumentación.

Según los libros, la que asoció aquel escupitajo con el príncipe fue nada menos que la madre reina. Se acordó de que, siguen aclarando los libros, cuando estaba embarazada de este hijo, le habían dado varios antojos de chupar naranjas, y que ella, real como era, no se había privado de ninguna. Ahora la reina no ponía en duda que aquel hijo estaba devolviendo al mundo todo el jugo que se había tragado. Confirmaba la teoría de la reina el extraño tono levemente amarillento del escupitajo. Quien ha visto el del árbol, sabe que la escupida arbórea tiene un tono transparente noble. Imposible, entonces, confundirlo.

Al poco tiempo, sin dejar que corrieran más dudas, los ojos reales, y todos los otros ojos, se posaron en el príncipe. No hubo traje de hojas de ligustrina que lo salvara. En realidad, fue ese traje el primer asunto que lo delató. A todos los del palacio les pareció un indicio interesante el hecho de que el príncipe anduviera vestido con él desde la mañana a la noche. El otro indicio importante fue observar cómo el príncipe se escondía entre las hojas del cerco. Y la prueba: el escupitajo que recibió la misma reina en su corona cuando, a propósito, salió a dar una vuelta manzana.

Descubierto el enigma, la reina prohibió que se siguiera hablando del tema. Y ordenó que si vinieran de nuevo con argumentos, les cerraran la puerta en la cara. Acá no escupe nadie. Guay de que alguno se atreva a hablar mal del príncipe, su principito, acunado desde la placenta con las mejores naranjas del reino.

Como así lo quería la reina, la gente del palacio lo respetó, y nadie volvió a hablar más de los escupitajos, ni puertas para adentro ni puertas para afuera. Pero la información siempre se cuela por alguna taza, y los que empezaron a hablar fueron los del pueblo. La gente. La que recibía todos los días los escupitajos. Ellos sí que no se callaban la boca para decir que, después de tanto tiempo, se había dado a la luz que el escupidor era el príncipe.

La cuestión era que el príncipe podía seguir escupiendo más libremente que nunca, ya que en palacio se hacían los que no sucedía nada, y cerraban la puerta en la cara a quien se atrevía a tocar la campanilla y nombrar la palabra “escupitajo”.

La gente por esa vereda no pasó más. Se empezó a crear una leyenda alrededor del príncipe-ligustrina, alimentada por el silencio del palacio. Y esa mezcla de voz de pueblo y silencio real llegó a oídos de otras cortes. Y las mujeres princesas, condesas, baronesas y esas cosas, comenzaron a sentir un deseo irrefrenable por recibir el escupitajo. En el borde de la mantilla o en donde cayera. Fue un deseo colectivo de mujer real. Se lo confesaban entre ellas en las rondas de palacio. Qué lindo sería recibir el escupitajo viscoso de ese príncipe tan particular, tan apuesto, tan bien vestido. El príncipe no era apuesto ni andaba bien vestido y era horriblemente particular. Pero ellas, todas, querían conocerlo.

Las excusas para ir a pasear a la ciudad donde vivía dicho príncipe fueron miles: encargar peinetones a lo de Doña Cata, comprar abanicos, hebillas de zapato, géneros para futuros trajes de novia (uno nunca sabe cuándo puede llegar el momento). Así, la ciudad del príncipe se llenó de señoritas nobles gastadoras de su dinero. Y por supuesto, el último paseo era ir a caminar por la cuadra del príncipe. Para volver escupidas a su ciudad natal.

Cuentan los libros de historia que el príncipe no dejaba de escupir por esos tiempos. Que la marquesa de Fuentevía nunca más lavó la cinta de su sombrero y la duquesa de Ovejón vivió hasta sus últimos días con la mantilla escupida puesta en la cabeza. Dicen también que una de las que más suerte tuvo fue la baronesa de Chantilly, hasta de otros lugares venían, no sólo españolas, porque la escupida le dio justo en la punta de la nariz.

Pero hubo una, bastante bonita, que no se conformó con llevar el pequeño charco en el escote de su vestido. Además, ella, quería verlo, a él, al príncipe. Tocó la campanilla como todas. Como a todas, nadie le abrió. Como algunas, volvió a insistir. Entonces apareció el portero y, como hacía con las que insistían, le dijo desde el portón:

—Aquí no hay nadie, los señores han salido.

—Hay un señor que no. Que está en el jardín. Que yo lo he visto disfrazado de ligustrina.

—Los señores han salido. Y la única que se disfraza de ligustrina en este palacio es la misma ligustrina.

—Que yo sepa, las ligustrinas no escupen.

—Aquí nadie escupe.

—El príncipe sí.

—El príncipe no. Que la va a oír la reina.

—¡Ah! O sea que está la reina. Dígale entonces que vino a verla la princesa de los Ríosbajos.

—¿Y para qué vino a verla la princesa de los Ríosbajos?

—¡Y a usted qué le importa, hombre! ¡Dígale y listo!

Al portero le pareció importante eso de los Ríosbajos y entonces fue a buscar a la reina.

Cuando la princesa de los Ríosbajos se quedó sola esperando, del otro lado del cerco, el príncipe aprovechó. Se fue acercando, pegado a la ligustrina, hasta el portón. Y allí trepado, justo arriba de la mantilla blanca de la princesa, empezó a escupir. A la princesa le cayó como una ducha. El príncipe escupió y escupió por lo menos durante diez minutos. Lo que tardó la reina en llegar. Porque apenas sintió que su madre venía, se escondió entre las hojas.

La reina, presintiendo la lluvia catastrófica, mandó al portero a que se apurara a abrir el portón e hiciera pasar a la princesa. Cuando el portero abrió, en efecto, la princesa parecía engominada. Estaba allí, estática detrás del portón, chorreando saliva de príncipe por todos lados.

—¡Qué alegría —saludó la reina—, que nos venga a visitar desde tan lejos! Pase.

La princesa pasó como si estuviera seca.

—Me encanta el brillo de su vestido. ¿Es nueva moda en los Ríosbajos? Y el de su pelo y el de su mantilla. Hacen un lindo juego —comentó la reina con audacia. Para eso era reina, para decir lo que se le antojara con cara de piedra.

La princesa, sabiendo que estaba frente a la noble más importante de España, sólo se atrevió a contestar:

—Sí.

—¿Quiere tomar un té? —invitó la reina.

Ella otro:

—Sí.

Entraron al salón y se sentaron a tomar el té. Al rato, mientras seguían tomando más té, la princesa notó que la cortina verde que cubría la ventana, se movía levemente.

La princesa escuchaba atenta todo lo que decía la reina: que ya comenzaba la temporada de caza, que las criadas eran muy desordenadas que pensaba ir a Parísenelinviernoquedebíaconseguirnoviaparasuhijoquelreyteníamalcarácterque…

Novia. La princesa había escuchado la palabra novia. Noviaparasuhijo. El único hijo que le quedaba soltero a la reina era el escupidor. La cortina verde hacía movimientos extraños. Novia. Parasuhijo. La cortina verde se corrió un poco. Asomó un pedazo de cara. Novia. Parasuhijonovia. Sólo se veía un poquito de ojos, una nariz y unos labios en beso. Parasuhijonovia. De la cortina verde se asomaba a duras penas ese rostro. La princesa le clavó la mirada. No podía evitar que de su pecho salieran suspiros. Y en ese momento, mientras en la mente de la princesa seguían resonando las palabras musicales noviaparasuhijonovia, en ese mismo momento, él, el príncipe, desde la cortina, lanzó el escupitajo más grande de su vida. A la princesa se le mojaron los labios. Nunca antes el príncipe había tenido tan buena puntería. Entonces probó con otro, que entró justo en la taza de té. Y luego otro y otro.

La reina como si nada. Hablando y hablando de lo que pensaba hacer en el próximo verano y en el siguiente invierno.

Pero la princesa no pudo más. Y en el escupitajo dieciocho, justo el número de su edad, se desmayó.

Siguen contando los libros de historia que el príncipe no se casó con princesa alguna. Un tiempo después de aquel té, los lacayos lo encontraron muerto una mañana, recostado en su lecho. De tanto escupir, se lamentaba la reina, cuentan los libros, de tanto escupir se quedó sin jugo.

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