martes, 27 de abril de 2010

Etiquetas y prelaciones

Siempre me ha parecido que el rasgo distintivo de nuestra familia es el recato. Llevamos el pudor a extremos increíbles, tanto en nuestra manera de vestirnos y de comer como en la forma de expresarnos y de subir a los tranvías. Los sobrenombres, por ejemplo, que se adjudican tan desaprensivamente en el barrio de Pacífico, son para nosotros motivo de cuidado, de reflexión y hasta de inquietud. Nos parece que no se puede atribuir un apodo cualquiera a alguien que deberá absorberlo y sufrirlo como un atributo durante toda su vida. Las señoras de la calle Humboldt llaman Toto, Coco o Cacho a sus hijos, y Negra o Beba a las chicas, pero en nuestra familia ese tipo corriente de sobrenombre no existe, y mucho menos otros rebuscados y espamentosos como Chirola, Cachuzo o Matagatos, que abundan por el lado de Paraguay y Godoy Cruz. Como ejemplo del cuidado que tenemos en estas cosas bastará citar el caso de mi tía segunda. Visiblemente dotada de un trasero de imponentes dimensiones, jamás nos hubiéramos permitido ceder a la fácil tentación de los sobrenombres habituales; así, en vez de darle el apodo brutal de Anfora Etrusca, estuvimos de acuerdo en el más decente y familiar de la Culona. Siempre procedemos con el mismo tacto, aunque nos ocurre tener que luchar con los vecinos y amigos que insisten en los motes tradicionales. A mi primo segundo el menor, marcadamente cabezón, le rehusamos siempre el sobrenombre de Atlas que le habían puesto en la parrilla de la esquina, y preferimos el infinitamente más delicado de Cucuzza. Y así siempre.

Quisiera aclarar que estas cosas no las hacemos por diferenciarnos del resto del barrio. Tan sólo desearíamos modificar, gradualmente y sin vejar los sentimientos de nadie, las rutinas y las tradiciones. No nos gusta la vulgaridad en ninguna de sus formas, y basta que alguno de nosotros oiga en la cantina frases como «Fue un partido de trámite violento», o: «Los remates de Faggiolli se caracterizaron por un notable trabajo de infiltración preliminar del eje medio», para que inmediatamente dejemos constancia de las formas más castizas y aconsejables en la emergencia, es decir: «Hubo una de patadas que te la debo», o: «Primero los arrollamos y después fue la goleada». La gente nos mira con sorpresa, pero nunca falta alguno que recoja la lección escondida en estas frases delicadas. Mi tío el mayor, que lee a los escritores argentinos, dice que con muchos de ellos se podría hacer algo parecido, pero nunca nos ha explicado en detalle. Una lástima.

sábado, 24 de abril de 2010

La guerra y la paz

Cuando abrí la puerta del estudio, vi las ventanas abiertas como siempre y la máquina de escrib'r destapada y sin embargo pregunté: «¿Qué pasa?» Mi padre tenía un aire autoritario que no era el de mis exámenes perdidos. Mi madre era asaltada por espasmos de cólera que la convertían en una cosa inútil. Me acerqué a la biblioteca Y Me arrojé en el sillón verde. Estaba desorientado, pero a la vez me sentía misteriosamente atraído por el menos maravilloso de los presentes. No me contestaron, pero siguieron contestándose. Las respuestas, que no precisaban el estímulo de las preguntas para saltar y hacerse añicos, estallaban frente a mis ojos, junto a mis oídos. Yo era un corresponsal de guerra. Ella le estaba diciendo cuánto le fastidiaba la persona ausente de la Otra. Qué importaba que él fuera tan puerco como para revolcarse con esa buscona, que él se olvidara de su ineficiente matrimonio, del decorativo, imprescindible ritual de la familia. No era precisamente eso, sino la ostentación desfachatada, la concurrencia al Jardín Botánico llevándola del brazo, las citas en el cine, en las confiterías. Todo para que Amelia, claro, se permitiera luego aconsejarla con burlona piedad (justamente ella, la buena pieza) acerca de ciertos límites de algunas libertades. Todo para que su hermano disfrutara recordándole sus antiguos consejos prematrimoniales (justamente él, el muy cornudo) acerca de la plenaria indignidad de mi padre. A esta altura el tema había ganado en precisión y yo sabía aproximadamente qué pasaba. Mi adolescencia se sintió acometida por una leve sensación de estorbo y pensé en levantarme. Creo que había empezado a abandonar el sillón. Pero, sin mirarme, mi padre dijo: «Quedate». Claro, me quedé. Más hundido que antes en el pullman verde. Mirando a la derecha alcanzaba a distinguir la pluma del sombrero materno. Hacia la izquierda, la ampl'a frente y la calva paternas. Éstas se arrugaban y alisaban alternativamente, empalidecían y enrojecían siguiendo los tirones de la respuesta, otra respuesta sola, sin pregunta. Que no fuera falluta. Que si él no había chistado cuando ella galanteaba con Ricardo, no era por cornudo sino por discreto, porque en el fondo la institución rnatrimonial estaba por encima de todo y había que tragarse las broncas y juntar tolerancia para que sobreviviese. Mi madre repuso que no dijera pavadas, que ella bien sabía de dónde venía su tolerancia. De dónde, preguntó mi padre. Ella dijo que de su ignorancia; claro, él creía que ella solamente coqueteaba con Ricardo y en realidad se acostaba con él. La pluma se balanceó con gravedad, porque evidentemente era un golpe tremendo. Pero mi padre soltó una risita y la frente se le estiró, casi gozosa. Entonces ella se dio cuenta de que había fracasado, que en realidad él había aguardado eso para afirmarse mejor, que acaso siempre lo había sabido, y entonces no pudo menos que desatar unos sollozos histéricos y la pluma desapareció de la zona visible. Lentamente se fue haciendo la paz. Él dijo que aprobaba, ahora sí, el divorcio. Ella que no. No se lo permitía su religión. Prefería la separación amistosa, extraoficial, de cuerpos y de bienes. Mi padre dijo que había otras cosas que no permitía la religión, pero acabó cediendo. No se habló más de Ricardo ni de la Otra. Sólo de cuerpos y de bienes. En especial, de bienes. Mi madre dijo que prefería la casa del Prado. Mi padre estaba de acuerdo: él también la prefería. A mí me gusta más la casa de Pocitos. A cualquiera le gusta más la casa de Pocitos. Pero ellos querían los gritos, la ocasión del insulto. En veinte minutos la casa del Prado cambió de usufructuario seis o siete veces. Al final prevaleció la elección de mi madre. Automáticamente la casa de Pocitos se adjudicó a mi padre. Entonces entraron dos autos en juego. Él prefería el Chrysler. Naturalmente, ella también. También aquí ganó mí madre. Pero a él no pareció afectarle; era más bien una derrota táctica. Reanudaron la pugna a causa de la chacra, de las acciones de Melisa, de los títulos hipotecarios, del depósito de leña. Ya la oscuridad invadía el estudio. La pluma de mi madre, que había reaparecido, era sólo una silueta contra el ventana¡. La calva paterna ya no brillaba. Las voces se enfrentaban roncas, cansadas de golpearse; los insultos, los recuerdos ofensivos, recrudecían sin pasión, como para seguir una norma impues' ta por ai(@nos. Sólo quedaban números, cuentas en el aire, órdenes a dar. Ambos se incorporaron, agotados de veras, casi sonrientes. Ahora los veía de cuerpo entero. Ellos también me vieron, hecho una cosa muerta en el sillón. Entonces admitieron mi olvidada presencia y murmuró mi padre, sin mayor entusiasmo: «Ah, también queda éste. » Pero yo estaba inmóvil. ajeno, sin deseo, como los otros bienes gananciales.

viernes, 23 de abril de 2010

Tía en dificultades

¿Por qué tendremos una tía tan temerosa de caerse de espaldas? Hace años que la familia lucha para curarla de su obsesión, pero ha llegado la hora de confesar nuestro fracaso. Por más que hagamos, tía tiene miedo de caerse de espaldas; y su inocente manía nos afecta a todos, empezando por mi padre, que fraternalmente la acompaña a cualquier parte y va mirando el piso para que tía pueda caminar sin preocupaciones, mientras mi madre se esmera en barrer el patio varias veces al día, mis hermanas recogen las pelotas de tenis con que se divierten inocentemente en la terraza y mis primos borran toda huella imputable a los perros, gatos, tortugas y gallinas que proliferan en casa. Pero no sirve de nada, tía sólo se resuelve a cruzar las habitaciones después de un largo titubeo, interminables observaciones oculares y palabras destempladas a todo chico que ande por ahí en ese momento. Después se pone en marcha, apoyando primero un pie y moviéndolo como un boxeador en el cajón de resina, después el otro, trasladando el cuerpo en un desplazamiento que en nuestra infancia nos parecía majestuoso, y tardando varios minutos para ir de una puerta a otra. Es algo horrible.

Varias veces la familia ha procurado que mi tía explicara con alguna coherencia su temor a caerse de espaldas. En una ocasión fue recibida con un silencio que se hubiera podido cortar con guadaña; pero una noche, después de un vasito de hesperidina, tía condescendió a insinuar que si se caía de espaldas no podría volver a levantarse. A la elemental observación de que treinta y dos miembros de la familia estaban dispuestos a acudir en su auxilio, respondió con una mirada lánguida y dos palabras: «Lo mismo». Días después mi hermano el mayor me llamó por la noche a la cocina y me mostró una cucaracha caída de espaldas debajo de la pileta. Sin decirnos nada asistimos a su vana y larga lucha por enderezarse, mientras otras cucarachas, venciendo la intimidación de la luz, circulaban por el piso y pasaban rozando a la que yacia en posición decúbito dorsal. Nos fuimos a la cama con una marcada melancolía, y por una razón u otra nadie volvió a interrogar a tía; nos limitamos a aliviar en lo posible su miedo, acompañarla a todas partes, darle el brazo y comprarle cantidad de zapatos con suelas antideslizantes y otros dispositivos estabilizadores. La vida siguió así, y no era peor que otras vidas.

jueves, 22 de abril de 2010

Tía explicada o no

Quien más quien menos, mis cuatro primos carnales se dedican a la filosofía. Leen libros, discuten entre ellos y son admirados a distancia por el resto de la familia, fiel al principio de no meterse en las preferencias ajenas e incluso favorecerlas en la medida de lo posible. Estos muchachos, que me merecen gran respeto, se plantearon más de una vez el problema del miedo de mi tía, llegando a conclusiones oscuras pero tal vez atendibles. Como suele ocurrir en casos parecidos, mi tía era la menos enterada de estos cabildeos, pero desde esa época la deferencia de la familia se acentuó todavía más. Durante años hemos acompañado a tía en sus titubeantes expediciones de la sala al antepatio, del dormitorio al cuarto de baño, de la cocina a la alacena. Nunca nos pareció fuera de lugar que se acostara de lado, y que durante la noche observara la inmovilidad más absoluta, los días pares del lado derecho y los impares del izquierdo. En las sillas del comedor y del patio, tía se instala muy erguida; por nada aceptaría la comodidad de una mecedora o de un sillón Morris. La noche del Sputnik la familia se tiró al suelo en el patio para observar el satélite, pero tía permaneció sentada y al día siguiente tuvo una tortícolis horrenda. Poco a poco nos fuimos convenciendo, y hoy estamos resignados. Nos ayudan nuestros primos carnales, que aluden a la cuestión con miradas de inteligencia y dicen cosas tales como: «Tiene razón». ¿Pero por qué? No lo sabemos, y ellos no quieren explicarnos. Para mí, por ejemplo, estar de espaldas me parece comodísimo. Todo el cuerpo se apoya en el colchón o en las baldosas del patio, uno siente los talones, las pantorrillas, los muslos, las nalgas, el lomo, las paletas, los brazos y la nuca que se reparten el peso del cuerpo y lo difunden, por decir así, en el suelo, lo acercan tan bien y tan naturalmente a esa superficie que nos atrae verazmente y parecería querer tragarnos. Es curioso que a mí estar de espaldas me resulte la posición más natural, y a veces sospecho que mi tía le tiene horror por eso. Yo la encuentro perfecta, y creo que en el fondo es la más cómoda. Sí, he dicho bien: en el fondo, bien en el fondo, de espaldas. Hasta me da un poco de miedo, algo que no consigo explicar. Cómo me gustaría ser como ella, y cómo no puedo.

sábado, 17 de abril de 2010

Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.

En Amalfí, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.

Un señor está extendiendo pasta dentrífica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.

Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de papel.

Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj de pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.

El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.

El ángel superviviente

Acordáos.
La nieve traía gotas de lacre, de plomo derretido
y disimulos de niña que ha dado muerte a un cisne.
Una mano enguantada, la dispersión de la luz y el lento asesinato.
La derrota del cielo, un amigo.
Acordáos de aquel día, acordáos
y no olvidéis que la sorpresa paralizó el pulso y el color de los astros.
En el frío, murieron dos fantasmas.
Por un ave, tres anillos de oro
fueron hallados y enterrados en la escarcha.
La última voz del hombre ensangrentó el viento.
Todos los ángeles perdieron la vida.
Menos uno, herido, alicortado.

El ángel falso

Para que yo anduviera entre los nudos de las raíces
y las viviendas óseas de los gusanos.
Para que yo escuchara los crujidos descompuestos del mundo
y mordiera la luz petrificada de los astros,
al oeste de mi sueño levantaste tu tienda, ángel falso.
Los que unidos por una misma corriente de agua me veis,
los que atados por una traición y la caída de una estrella me escucháis,
acogeos a las voces abandonadas de las ruinas.
Oíd la lentitud de una piedra que se dobla hacia la muerte.
No os soltéis de las manos.
Hay arañas que agonizan sin nido
y yedras que al contacto de un hombro se incendian y llueven sangre.
La luna transparenta el esqueleto de los lagartos.
Si os acordáis del cielo,
la cólera del frío se erguirá aguda en los cardos
o en el disimulo de las zanjas que estrangulan
el único descanso de las auroras: las aves.
Quienes piensen en los vivos verán moldes de arcilla
habitados por ángeles infieles, infatigables:
los ángeles sonámbulos que gradúan las órbitas de la fatiga.
¿Para qué seguir andando?
Las humedades son íntimas de los vidrios en punta
y después de un mal sueño la escarcha despierta clavos
o tijeras capaces de helar el luto de los cuervos.
Todo ha terminado.
Puedes envanecerte, en la caída marchita de los cometas que se hunden,
de que mataste a un muerto,
de que diste a una sombra la longitud desvelada del llanto,
de que asfixiaste el estertor de las capas atmosféricas.

El ángel desconocido

¡Nostalgia de los arcángeles!
Yo era...
Miradme.
Vestido como en el mundo,
ya no se me ven las alas.
Nadie sabe como fui.
No me conocen.
Por las calles, ¿quién se acuerda?
Zapatos son mis sandalias.
Mi túnica, pantalones
y chaqueta inglesa.
Dime quién soy.
Y, sin embargo, yo era...
Miradme.

El ángel del misterio

Un sueño sin faroles y una humedad de olvidos,
pisados por un nombre y una sombra.
No sé si por un nombre o muchos nombres,
si por una sombra o muchas sombras.
Reveládmelo.
Sé que habitan los pozos frías voces,
que son de un solo cuerpo o muchos cuerpos,
de un alma sola o muchas almas.
No sé.
Decídmelo.
Que un caballo sin nadie va estampando
a su amazona antigua por los muros.
Que en las almenas grita, muerto, alguien
que yo toqué, dormido, en un espejo,
que yo, mudo, le dije...
No sé.
Explicádmelo.

El ángel del carbón

Feo, de hollín y fango.
¡No verte!

Antes, de nieve, áureo,
en trineo por mi alma.
Cuajados pinos. Pendientes.

Y ahora por las cocheras,
de carbón, sucio.
¡Te lleven!

Por los desvanes de los sueños rotos.
Telarañas. Polillas. Polvo.
¡Te condenen!

Tiznados por tus manos,
mis muebles, mis paredes.

En todo,
tu estampado recuerdo
de tinta negra y barro.
¡Te quemen!

Amor, pulpo de sombra,
malo.

El ángel de los números

Vírgenes con escuadras
y compases, velando
las celestes pizarras.
Y el ángel de los números,
pensativo, volando del 1 al 2, del 2
al 3, del 3 al 4.
Tizas frías y esponjas
rayaban y borraban
la luz de los espacios.
Ni sol, luna, ni estrellas,
ni el repentino verde
del rayo y el relámpago,
ni el aire. Sólo nieblas.
Vírgenes sin escuadras,
sin compases, llorando.
Y en las muertas pizarras
el ángel de los números,
sin vida, amortajado
sobre el 1 y el 2,
sobre el 3, sobre el 4...

El ángel de arena

Seriamente, en tus ojos era la mar dos niños que me espiaban,
temerosos de lazos y palabras duras.
Dos niños de la noche, terribles, expulsados del cielo,
cuya infancia era un robo de barcos y un crimen de soles y de lunas.
Duérmete. Ciérralos.

Vi que el mar verdadero era un muchacho que saltaba desnudo,
invitándome a un plato de estrellas y a un reposo de algas.
¡Sí, sí! Ya mi vida iba a ser, ya lo era, litoral desprendido.
Pero tú, despertando, me hundiste en tus ojos.

Seriamente, en tus ojos era la mar dos niños que me espiaban,
temerosos de lazos y palabras duras.
Dos niños de la noche, terribles, expulsados del cielo,
cuya infancia era un robo de barcos y un crimen de soles y de lunas.

Duérmete. Ciérralos.

Vi que el mar verdadero era un muchacho que saltaba desnudo,
invitándome a un plato de estrellas y a un reposo de algas.
¡Sí, sí! Ya mi vida iba a ser, ya lo era, litoral desprendido.
Pero tú, despertando, me hundiste en tus ojos.

El ángel ceniciento

Precipitadas las luces
por los derrumbos del cielo,
en la barca de las nieblas
bajaste tú, Ceniciento.
Para romper cadenas
y enfrentar a la tierra contra el viento.
Iracundo, ciego.
Para romper cadenas
y enfrentar a los mares contra el fuego.
Dando bandazos el mundo,
por la nada rodó, muerto.
No se enteraron los hombres.
Sólo tú y yo, Ceniciento.







El ángel de arena

Seriamente, en tus ojos era la mar dos niños que me espiaban,
temerosos de lazos y palabras duras.
Dos niños de la noche, terribles, expulsados del cielo,
cuya infancia era un robo de barcos y un crimen de soles y de lunas.
Duérmete. Ciérralos.

Vi que el mar verdadero era un muchacho que saltaba desnudo,
invitándome a un plato de estrellas y a un reposo de algas.
¡Sí, sí! Ya mi vida iba a ser, ya lo era, litoral desprendido.
Pero tú, despertando, me hundiste en tus ojos.

Seriamente, en tus ojos era la mar dos niños que me espiaban,
temerosos de lazos y palabras duras.
Dos niños de la noche, terribles, expulsados del cielo,
cuya infancia era un robo de barcos y un crimen de soles y de lunas.

Duérmete. Ciérralos.

Vi que el mar verdadero era un muchacho que saltaba desnudo,
invitándome a un plato de estrellas y a un reposo de algas.
¡Sí, sí! Ya mi vida iba a ser, ya lo era, litoral desprendido.
Pero tú, despertando, me hundiste en tus ojos.







El ángel de los números

Vírgenes con escuadras
y compases, velando
las celestes pizarras.
Y el ángel de los números,
pensativo, volando del 1 al 2, del 2
al 3, del 3 al 4.
Tizas frías y esponjas
rayaban y borraban
la luz de los espacios.
Ni sol, luna, ni estrellas,
ni el repentino verde
del rayo y el relámpago,
ni el aire. Sólo nieblas.
Vírgenes sin escuadras,
sin compases, llorando.
Y en las muertas pizarras
el ángel de los números,
sin vida, amortajado
sobre el 1 y el 2,
sobre el 3, sobre el 4...







El ángel del carbón

Feo, de hollín y fango.
¡No verte!

Antes, de nieve, áureo,
en trineo por mi alma.
Cuajados pinos. Pendientes.

Y ahora por las cocheras,
de carbón, sucio.
¡Te lleven!

Por los desvanes de los sueños rotos.
Telarañas. Polillas. Polvo.
¡Te condenen!

Tiznados por tus manos,
mis muebles, mis paredes.

En todo,
tu estampado recuerdo
de tinta negra y barro.
¡Te quemen!

Amor, pulpo de sombra,
malo.







El ángel del misterio

Un sueño sin faroles y una humedad de olvidos,
pisados por un nombre y una sombra.
No sé si por un nombre o muchos nombres,
si por una sombra o muchas sombras.
Reveládmelo.
Sé que habitan los pozos frías voces,
que son de un solo cuerpo o muchos cuerpos,
de un alma sola o muchas almas.
No sé.
Decídmelo.
Que un caballo sin nadie va estampando
a su amazona antigua por los muros.
Que en las almenas grita, muerto, alguien
que yo toqué, dormido, en un espejo,
que yo, mudo, le dije...
No sé.
Explicádmelo.







El ángel desconocido

¡Nostalgia de los arcángeles!
Yo era...
Miradme.
Vestido como en el mundo,
ya no se me ven las alas.
Nadie sabe como fui.
No me conocen.
Por las calles, ¿quién se acuerda?
Zapatos son mis sandalias.
Mi túnica, pantalones
y chaqueta inglesa.
Dime quién soy.
Y, sin embargo, yo era...
Miradme.








El ángel falso

Para que yo anduviera entre los nudos de las raíces
y las viviendas óseas de los gusanos.
Para que yo escuchara los crujidos descompuestos del mundo
y mordiera la luz petrificada de los astros,
al oeste de mi sueño levantaste tu tienda, ángel falso.
Los que unidos por una misma corriente de agua me veis,
los que atados por una traición y la caída de una estrella me escucháis,
acogeos a las voces abandonadas de las ruinas.
Oíd la lentitud de una piedra que se dobla hacia la muerte.
No os soltéis de las manos.
Hay arañas que agonizan sin nido
y yedras que al contacto de un hombro se incendian y llueven sangre.
La luna transparenta el esqueleto de los lagartos.
Si os acordáis del cielo,
la cólera del frío se erguirá aguda en los cardos
o en el disimulo de las zanjas que estrangulan
el único descanso de las auroras: las aves.
Quienes piensen en los vivos verán moldes de arcilla
habitados por ángeles infieles, infatigables:
los ángeles sonámbulos que gradúan las órbitas de la fatiga.
¿Para qué seguir andando?
Las humedades son íntimas de los vidrios en punta
y después de un mal sueño la escarcha despierta clavos
o tijeras capaces de helar el luto de los cuervos.
Todo ha terminado.
Puedes envanecerte, en la caída marchita de los cometas que se hunden,
de que mataste a un muerto,
de que diste a una sombra la longitud desvelada del llanto,
de que asfixiaste el estertor de las capas atmosféricas.

El ángel ángel

Y el mar fue y le dio un nombre
y un apellido el viento
y las nubes un cuerpo
y un alma el fuego.
La tierra, nada.
Ese reino movible,
colgado de las águilas,
no la conoce.
Nunca escribió su sombra
la figura de un hombre.

Asombro de la estrella ante el destello...

Asombro de la estrella ante el destello
de su cardada lumbre en alborozo.
Sueña el melocotón en que su bozo
Al aire pueda amanecer cabello.

Atónito el limón y agriado el cuello,
Sufre en la greña del membrillo mozo,
Y no hay para la rosa mayor gozo
Que ver sus piernas de espinado vello.

Ensombrecida entre las lajas, triste
De sufrirlas tan duras y tan solas,
Lisas para el desnudo de sus manos,

Ante el crinado mar que las embiste,
Mira la adolescente por las olas
Poblársele las ingles de vilanos.

Ángel de las bodegas

Fue cuando la flor del vino se moría en penumbra
y dijeron que el mar la salvaría del sueño.
Aquel día bajé a tientas a tu alma encalada y húmeda,
y comprobé que un alma oculta frío y escaleras
y que más de una ventana puede abrir con su eco otra voz, si es buena.
Te vi flotar a ti, flor de agonía, flotar sobre tu mismo espíritu.
(Alguien había jurado que el mar te salvaría del sueño.)
Fue cuando comprobé que murallas se quiebran con suspiros
y que hay puertas al mar que se abren con palabras.

Cecil Taylor

Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, muy inciertas, cruza las últimas calles una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo. Despeinada, ojerosa, el frío de la hora transfigura su borrachera en una estúpida lucidez, un ajado apartamiento del mundo. No ha salido de su barrio habitual, por lo que no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podría estar retrocediendo; cualquier distracción podría disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que salen a esa hora (o los que no tienen de dónde salir) la conocen y por lo tanto no miran sus zapatos altísimos, violeta, su falda estrecha con su largo tajo, ni los ojos que de cualquier modo no mirarían otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un número cualquiera de calle, con casas viejas. Después vienen dos cuadras de construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones; comercios, vagos condominios de los que se desploma una escalera de incendios, una cornisa sucia. Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha formado un grupo de trasnochados; una media docena de hombres reunidos en la mitad de este callejón miran una vidriera. Siente curiosidad por estas turbias estatuas. Nada se mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. A ella no le quedan cigarrillos. Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del cual sostenerse, su paso se vuelve algo más liviano, más suspendido. Cuando llega, los hombres tampoco la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata. Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y en ellas cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la caza ha llegado a su fin, y la víctima no tiene escape. El gato tensa con sublime parsimonia todos sus nervios. Los espectadores se han vuelto seres de piedra, ya no estatuas: planetas, el frío mismo del universo… La prostituta golpea la vidriera con la cartera, el gato se distrae una fracción de segundo y eso le basta a la rata para escaparse. Los hombres despiertan de la contemplación, miran con disgusto a la negra cómplice, un borracho la escupe, dos la siguen… antes de que termine de desvanecerse la oscuridad tiene lugar algún hecho de violencia.

Después de un cuento viene otro. Vértigo. Vértigos retrospectivos. Se necesitaría un término cualquiera de la serie para que el siguiente la hiciera interminable. El vértigo produce angustia. La angustia paraliza… y nos evita el peligro que justificaría el vértigo; acercarse al borde, por ejemplo, a la falla profunda que separa un término de otro. La parálisis es el arte en el artista, que ve sucederse los acontecimientos. La noche se termina, el día hace lo mismo: hay algo embarazoso en el trabajo en curso. Los crepúsculos opuestos caen como fichas en una ranura de hielo. Ojos que se cierran definitivamente, siempre y en todo lugar. Paz. Con todo, existe, y más perceptible de lo que podríamos desear, un movimiento descontrolado, que produce angustia en los otros y provee el modelo de la angustia imposible propia. También se lo llama arte. El arte es una multiplicación: estilos, bibliotecas, metáforas, querellas, el cuadro y su crítico, la novela y su época… Hay que aceptarlo como la existencia de los insectos. Hay restos por todas partes. Pero la vida, ya se sabe, «es una sola». De lo que resulta que la biografía de un artista es imposible; hay modos de probar que lo es: esos modos se confunden en la posibilidad de la biografía, con lo que vuelve a nacer la literatura, y la situación insoportable se instala en el pensamiento, el operador se inquieta y ya no ve la sucesión de escrúpulos sino una proliferación de modelos difíciles de aplicar. La biografía como género literario deriva de la hagiografía; pero los santos lo son, lo fueron, justamente por renunciar a los beneficios biográficos, recogen apenas los restos desechables. Por otro lado, las hagiografías nunca están solas, siempre forman parte de una especie de colección. La biografía tendería a lo contrario, aunque el resultado sea exactamente el mismo. ¿Quién se jactaría de saber lo que es un resto, y de poder diferenciarlo de lo contrario? Nadie que escriba, por lo menos.

Tomemos las biografías de artistas. Vienen inmejorablemente al caso. Los niños leen las vidas de los músicos célebres, que siempre fueron niños músicos; luego, se trata de una success story, el relato de un triunfo, con su estrategia espectacular o secreta, sus venganzas, su transparencia de lágrimas de dinosaurio. Son mecanismos sutiles, dentro de su esencial idiotez, que no permanecen mucho en la memoria (salvo algún detalle) pero no por eso la deforman menos: le injertan grandes toboganes irisados, conformando un panorama tan pintoresco que la víctima se cree un Proust, lo que de por sí es un bonito falso triunfo en la vida. Imposible no desconfiar de esos libros, sobre todo si han sido el alimento primordial de nuestras puerilidades pasadas y por venir. «Antes» estaba el éxito futuro, «después» estaban sus recompensas deliciosas, tanto más deliciosas por haber sido objeto de puntualísimas profecías. Los malos augurios tienen el nacarado de una perfección; los buenos, levantan el mundo en las manos y se lo ofrecen a los astros. La Reina de la Noche, en una palabra, canta de día.

Examinemos un caso más cercano. El de un gran músico de nuestro tiempo, cualquiera de ellos (son tantos). Cecil Taylor. Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo. Engendrado en cuerpo y alma en una música de tipo popular, el jazz, desde el principio su vigor en la renovación lo hizo universal, quizás el único genio que pudo ir más allá de Debussy: el que pudo consumar la música como torsión sexual de la materia, el atomista fluido de todos los sentidos y sinsentidos que constituyen el juego del pensamiento en el mundo. Y no dejó de ser el mejor representante de la ciudad del jazz; de hecho él es Nueva York, la sobreimpresión del perfil de los grandes edificios en la imagen del pianista concentrado, con la música como enlace. ¿Qué otra cosa es el realismo? Una época en la que cierta gente ha vivido. El jazz, una brisa eterna. La ciudad miniaturizada, en un diamante. Es Egipto, pero también una pequeña tribu que acecha. Nuestra civilización antropológica produce (o podría producir, con un arte adecuado de la narración) historias en las que, digamos, dos negros desnudos se hacen la guerra en una selva, se persiguen con los signos más sutiles, el azar, la movilidad pura. Y el jazz. Una acción de sueños: situaciones. Todo es situaciones, éxtasis novelesco (ya no de conceptos). Según la leyenda, Cecil realizó la primera grabación atonal del jazz, en 1956, dos semanas antes de que independientemente lo hiciera Sun Ra. (¿O fue al revés?) No se conocían entre sí, ni conocían a Ornette Coleman, que trabajaba en lo mismo al otro lado del país. Por supuesto, la historia registra los momentos sin darles un valor per se, ya que todos ellos (y Eric Dolphy, Albert Ayler, Coltrane, quién sabe cuántos más) demostraron su genio de modo fehaciente en el transcurso de las décadas que siguieron.

De todos modos, la Historia tiene su importancia, porque nos permite interrumpir el tiempo. En realidad, lo que se interrumpe con el procedimiento son las series; más precisamente, la serie infinita; cualidad esta última que anula toda importancia que pudiera tener la interrupción. La vuelve frívola, redundante, liviana, como una tosecita en un funeral. En este punto se produce la segunda ruptura, y lo que era nada más que pensamiento gira de pronto mostrando una cara imprevista: la Necesidad se alza, patente, soberana, imprescriptible -y a la vez microscópica, voluble, estúpida, neutra. La interrupción es necesaria, pero es la necesidad de un momento. De lo necesario ampliado nace la «atmósfera», ella sí esencial en el peso específico de una historia. Nunca se encarecerá lo bastante la importancia de la atmósfera en literatura. Es la idea que nos permite trabajar con fuerzas libres, sin funciones, con movimientos en un espacio que al fin deja de ser éste o aquél, un espacio que logra deshacer las entidades del escritor y lo escrito, el gran túnel múltiple a pleno sol… Pues bien, la atmósfera es la condición tridimensional del regionalismo, y el medio de la música. La música no interrumpe el tiempo. Todo lo contrario.

1956. Empecemos de nuevo. Para ese entonces Cecil Taylor, un genial músico negro de poco más de treinta años, prodigioso pianista y sutil estudioso de la avant-garde musical del siglo, había consolidado su estilo, es decir su invención. Excepto un par de jazzmen cercanos a su trabajo, nadie podía hacerse la menor idea de lo que estaba realizando. ¿Cómo se la habrían hecho? Su originalidad estaba en la transmutación del piano, que de instrumento pasó a ser en sus manos un método composicional libre, instantáneo. Los llamados «racimos tonales» con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya habían sido utilizados anteriormente por un músico, Henry Cowell, aunque Cecil llevó el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía compararse con nada existente. Supongamos que vivía (es el tipo de datos de que nos proveen las biografías) en un ruinoso departamento del East End de Manhattan. Ratones, de los que aman los norteamericanos, una cantidad indefinida y constante de cucarachas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, son el panorama original. La atmósfera. Lo innecesario. En su cuarto había un piano que no siempre podía hacer afinar por falta de los catorce dólares necesarios, y era un mueble ya casi póstumo. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer. Trabajaba de lavacopas en un bar. Ya había grabado un disco (In transition) y esperaba algunos trabajos temporarios en bares con piano.

Por supuesto, sabía que era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y hasta de un triunfo gradual, a la manera de círculos concéntricos; no era tan ingenuo. Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento llegaría a ser celebrado. (Aquí hay una verdad y un error: es cierto que hoy se lo aprecia en todo el mundo, y quienes hemos escuchado sus discos durante años con amor y una admiración sin límites seríamos los últimos en ponerlo en duda; pero también hay un error, un error de tipo lógico, y esta historia intentará mostrar, sin énfasis, la propiedad del error. Claro que nada confirma la necesidad de esta historia, que no es más que un capricho literario. Sucede que una vez imaginada, se vuelve en cierto modo necesaria. La historia de la prostituta que espantó a la rata no es necesaria tampoco, lo que no quiere decir que la gran serie virtual de las historias sea innecesaria en su conjunto; y sin embargo lo es. La de Cecil Taylor es una vieja fábula: le conviene el modo de la aplicación. La atmósfera no es necesaria… ¿Pero cómo oír la música fuera de una atmósfera?)

El bar con piano en cuestión resultó ser un local al que acudían músicos y drogadictos. El artista se predispuso a una acogida fluctuante entre la indiferencia y el interés; descartaba el escándalo, en ese ambiente. Se predispuso a que la indiferencia fuera el plano, y el interés el punto: el plano podía cubrir el mundo como un toldo de papel, el interés era puntual y real como un «buenos días» entre peces. Se preparaba para la incongruencia inherente a las grandes geometrías. El azar de la concurrencia podía proveerlo de un atisbo de atención: nadie sabe lo que crece de noche (él tocaría después de las doce, al día siguiente en realidad), y lo que uno hace nunca pasa totalmente inadvertido. Pero esta vez pasó. Para su gran sorpresa, la oportunidad se reveló precisamente «nunca». Escarnio invisible licuado en risitas inaudibles. Así transcurrió la velada, y el patrón canceló la segunda presentación para la próxima noche, aunque no la había pagado. Por supuesto, Cecil no discutió con él su música. No vio la utilidad. Se limitó a volver con los ratones.

Dos meses más tarde, su distraída rutina de trabajo (ya no era lavacopas sino empleado en una estación de servicio) fue realzada una vez más por un contrato verbal para actuar en un bar, una sola noche esta vez, y a mitad de la semana. El bar se parecía al anterior, aunque quizá fuera algo peor, y la concurrencia no difería; incluso era posible que algunos de los que habían estado presentes aquella noche se repitieran aquí. Eso llegó a pensar, el muy iluso. Su música sonó en los oídos de una decena y media de músicos, drogadictos y alcohólicos, quizá hasta en las bellas orejitas negras, con su pimpollo de oro, de una mujer vestida de raso: una mantenida, por la heroína. No hubo aplausos, alguien se rió pesadamente (de otra cosa, con toda seguridad) y el dueño del bar no se molestó siquiera en decirle buenas noches, ¿Por qué iba a hacerlo? Hay momentos así, en que la música queda sin comentarios. Se prometió, sin motivo, venir en otra oportunidad al bar (alguna vez lo había frecuentado, como oyente) para imaginarse a sus anchas la posición del ser humano ante la música: el pianista consumado, la sucesión de viejas melodías, lentas y espaciadas. No lo hizo nunca, por creer que no valía la pena. Se consideraba una persona desprovista de imaginación. Transcurrida una semana, la representación de este fracaso se fundió con la del anterior, y eso le produjo una cierta extrañeza. ¿Se trataría de una repetición? No había motivos para creerlo, y sin embargo la realidad se mostraba así de simple.

Un día se encontró en la calle con un ex condiscípulo de la Advanced School of Music de Boston, un neoclasicista. Cecil se mofaba en secreto de Stravinsky ?todos los negros desprecian a los rusos, eso es un hecho?. Un par de frases, y el otro quedó vagamente impresionado por el tono sibilino de la voz de su conocido, el susurro, el gorro de lana. (Si en lugar de ser una nulidad, el ex condiscípulo hubiera llegado a algo, habría anotado el hecho en su autobiografía, muchísimos años después.).

Tres meses más tarde, una conversación de madrugada en una mesa de Village Vanguard resultó en un ofrecimiento para presentarse allí una noche, como complemento a un grupo renombrado. Abandonó su empleo en la estación de servicio y trabajó diez horas diarias en su piano (se había mudado a un cuarto en una vieja casa de proxenetas en Bleeker Street) durante la semana que lo separaba de su presentación. Al V.V. asistía la flor y nata del mundillo del jazz. Estaba persuadido de que en ese momento se formaría el primer círculo, así fuera pequeño como un punto, del que se irradiaría la comprensión de su actividad musical, y en consecuencia esta actividad misma.

Llegó la noche en cuestión, entró a la tarima donde estaba el piano cuando se lo pidieron, y atacó…
No hubo más que unos aplausos condescendientes: «al menos sudó». Esto lo desconcertaba. En la parte posterior del escenario había algunos músicos que desviaron la mirada con una sonrisita de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una gran carcajada, alguien prorrumpió en un «Después de todo, ya terminó». El crítico de jazz más prominente de la época estaba sentado unas mesas más allá. El que había sacudido la cabeza fue a conversar con él y regresó con este mensaje:
-Sinhué -así lo llamaban al crítico entre ellos- hizo un silogismo claro como un cielo sin nubes: el jazz es una forma de música, por tanto es una parte de la música. Como lo hace nuestro buen Cecil no es música, tampoco puede aspirar a la categoría de jazz. Según él, según lo que entiendo yo, que soy un autodidacta, no se puede avanzar hacia el jazz sino desde el embudo de lo general, es decir no habría particularidades que puedan relacionarse por analogía con el jazz.

No intentó ninguna refutación. Evidentemente ese imbécil no sabía nada de música, lo que no podía sorprenderlo. El, por su parte, no entendía una palabra de sus razones, o mejor dicho de la convicción que apoyaba sus razones. Esperó alelado que alguno de los músicos que vio por ahí le hiciera saber algo. Pero no fue así. De hecho, no podía estar seguro de que hubiera ningún músico de los que creía haber visto, porque era muy miope y usaba unos anteojos oscuros que con la escasa luz del salón obnubilaban todo reconocimiento. Pero, cuando volvió a pensar en la situación en los días subsiguientes, comprendió que de nadie debía esperar menos reconocimiento explícito que de sus colegas. ¿Se vería obligado a escuchar infinitamente la música ajena hasta reconocer una nota, un pequeño solfeo amistoso, un «Hi» como los que se cruzaban cuando volvían del baño después de una dosis? No había hecho otra cosa en su vida, y amaba el jazz.

Pasaron varias semanas. Trabajó haciendo la limpieza en un banco, de sereno en un edificio de oficinas y en un estacionamiento. Una noche le presentaron a alguien que tomó su dirección por el más fútil de los motivos: la señora Vanderbilt contrataba pianistas para sus tés. Efectivamente, fue llamado a los pocos días: al parecer sus credenciales de estudio habían sido investigadas y aprobadas. Fue a las seis de la tarde a la mansión de Long Island y tomó una taza de café con los criados, que al parecer se hacían una idea extraña de su trabajo. Un valet vino a anunciarle que podía empezar su interpretación. Se ubicó frente a un perfecto Steinway entreabierto, en una sala donde una elegante cantidad de personas de ambos sexos bebían y conversaban. Su actuación duró escasos veinte segundos pues la señora Vanderbilt en persona, en un rasgo que los entendidos calificaron de esnob, se acercó (lo esnob del asunto estuvo en que no mandó al valet a hacerlo) y con toda lentitud cerró la tapa del piano sobre las teclas. Cecil ya había apartado las manos.
-Prescindiremos de su compañía -le dijo haciendo tintinear las perlas. No es tan difícil como se cree, hacer tintinear perlas.
Los invitados aplaudieron a Gloria.
-Debí suponer que pasaría algo así -le decía Cecil a su amante esa noche?. Pero también debí suponer que la extrañeza misma, en lugar de atravesar la coraza de ignorancia de esa gente, sirviera como una vaselina para que la impenetrabilidad de la coraza girara sobre sí misma y se volviera inútil. Mi música tiene muchos aspectos, y yo sólo conozco los musicales. La vida está llena de sorpresas.

En la primavera tuvo un nuevo contrato, esta vez por una semana entera, en un bar cuyas características más visibles eran las ráfagas de importancia nula que se le confería a la música que sonaba en él. Viejas negras, ex esclavas, debían de tocar allí de madrugada, sus pianos apolillados. El dueño estaba ocupado exclusivamente por el tráfico de heroína, y era algún mozo el que apalabraba a los pianistas. Cecil tocaría a la medianoche, durante dos horas. La gente entraba y salía, no podía confiarse en que nadie, entre una compra y una venta, o entre la adquisición y el uso, tuviera el ánimo lo bastante despejado como para apreciar una forma genuinamente novedosa de música. Con esa composición de lugar se sentó al piano.

Habrían transcurrido dos o tres minutos de su ejecución cuando se le acercó por atrás el dueño del bar, agitando la mano en la que no sostenía el cigarrillo.
-Shh, shh -le dijo cuando estuvo a su lado-. Preferiría que no siguieras, hijo.
Cecil retiró las manos del teclado. Algunos parroquianos aplaudieron riéndose. Subió una señora negra que comenzó a tocar Body & Soul. El dueño le tendió un billete de diez dólares al demudado músico, pero cuando éste lo iba a tomar retiró la mano:
- ¿No habrás querido tomarnos el pelo?
Era un individuo peligroso. Pesaría noventa kilos, es decir cincuenta más que Cecil, que se marchó sin esperar más reprimendas.

Cecil era una especie de duende, elegante pese a su miseria, siempre en terciopelo y cueros blancos, zapatos en punta como correspondía a su cuerpecito pequeño, musculoso. Podía llegar a perder dos kilos en una tarde de improvisaciones en su viejo piano. Extraordinariamente distraído, liviano, volátil, cuando se sentaba y cruzaba las piernas (pantalones anchos, camisa inmaculada, chaleco tejido) era redundante como un bibelot; lo mismo cuando encendía un cigarrillo, o sea casi todo el tiempo. El humo era el bosque en el que este duende tenía su morada, a la sombra de una telaraña húmeda.

Esa noche caminó por las profundas calles del sur de la isla, pensando. Había algo curioso: la actitud del difuso irlandés que vendía heroína no difería gran cosa de la que había mostrado poco antes la señora Vanderbilt. Pero ambos personajes no se parecían en nada. Salvo en esto. ¿Pasaría por ahí, por el acto de interrumpirlo, el común denominador de la especie humana? Por otra parte, en las últimas palabras del sujeto encontraba algo más, algo que ahora reconstruía en el recuerdo de todas sus desdichadas presentaciones. Siempre le preguntaban si lo hacía en broma o no. Claro que la señora Vanderbilt, por ejemplo, no se había rebajado a preguntárselo, pero en general había supuesto la existencia de la pregunta; más aún, diríase que su indignación no se había debido más que a la insolencia de hacerle necesario ponerse en actitud de proferir, explícita o tácitamente, tal pregunta a un negro. Ella había dicho «No lo sé, ni me importa». Pero en cierto modo había mostrado que le importaba. Cecil se preguntó por qué era posible preguntarle eso a él, y la misma pregunta no era pertinente respecto de lo demás. Por ejemplo él jamás le habría preguntado a la señora V. si hacía lo que hacía (fuera esto lo que fuera) en serio o en broma. Lo mismo al dueño del bar de esta noche. Había algo inherente a su trabajo que provocaba la interrogación.

La señora Vanderbilt, por otro lado, participaba de una famosa anécdota, que citaban casi todos los libros de psicología escritos en los últimos años. En cierta ocasión había querido amenizar una cena con música de violín. Preguntó quién era el mejor violinista del mundo: ¿qué menos podía pagar, ella? Fritz Kreisler, le dijeron. Lo llamó por teléfono. No doy conciertos privados, dijo él: mis honorarios son demasiado altos. Eso no es problema, respondió la señora: ¿cuánto? Diez mil dólares. De acuerdo, lo espero esta noche. Pero hay un detalle más, señor Kreisler: usted cenará en la cocina con la servidumbre, y no deberá alternar con mis invitados. En ese caso, dijo él, mis honorarios son otros. Ningún problema; ¿cuánto? Dos mil dólares, respondió el violinista.

Los conductistas amaban ese cuento, y lo seguirían amando toda su vida, contándoselo incansablemente entre ellos y transcribiéndolo en sus libros y artículos… Pero la anécdota de él, de Cecil, ¿la amaría alguien, la contaría alguien? ¿No tenían que triunfar también las anécdotas, para que las repitiera alguien?

Ese verano fue invitado, junto con una legión de músicos, a participar en el festival de Newport, que dedicaría un par de jornadas, por la tarde, a presentar artistas nuevos. Cecil reflexionó: su música, esencialmente novedosa, resultaría un desafío en ese marco. Por primera vez se haría oír en un concierto, no en el desagradable ambiente distraído de los bares (aunque todos los grandes músicos de jazz habían triunfado en los bares). Pues bien, llegado el momento, su presentación tuvo lugar en un clima de la mayor frialdad. No hubo aplausos, y los pocos críticos presentes se retiraron al pasillo a fumar un cigarrillo a la espera del número siguiente. En unas pocas crónicas se lo mencionó, pero sólo como una extravagancia. «No es música», decían, lacónicos, los entendidos. Mientras que los demás se preguntaban si habría sido una broma. El cronista de Down Beat proponía la cuestión (bajo luz irónica, claro está) como una paradoja: si golpeamos al azar el teclado de un piano… En resumen, una reedición de la paradoja llamada «del cretense». La música, pensaba Cecil, no es paradojal, pero lo que me sucede a mí en cierta forma es una paradoja. Pero no hay paradojas del estilo, no puede haberlas. Eso es lo paradojal en mi caso.

En el curso de los meses que siguieron se presentó en una media docena de bares, siempre distintos ya que el resultado era idéntico en todos los casos, y hubo dos invitaciones: primero a una universidad, después a un ciclo de artistas de vanguardia en la Copper Union. En el primer caso Cecil fue con la esperanza fluctuante que resultó desperdiciada (la sala se vació a los pocos minutos de iniciada la actuación y el profesor que lo había invitado debió hacer un difícil malabarismo para justificarse, y lo odió desde entonces), pero al menos sirvió para que comprobara otro pequeño detalle. Un público selecto es un público esnob. El esnobismo es un secreto a voces que se calla. El público universitario no tenía motivos para «entender» la música; no digamos «apreciarla», porque eso no les concernía. Pero a su vez actuaba una presión (ellos mismos eran esa presión) para que sí la entendieran. La mentira encontraba su difícil atmósfera ideal, el malentendido podía quedarse a vivir para siempre en esas aulas. Un pequeño porcentaje de mentira, por pequeño que fuera, podía apuntalar la verdad indiscutible de lo real. ¿Quién nos asegura, al fin de cuentas, que realmente estamos vestidos en el sentido que importa, que los pantalones y las camisas y las corbatas no son obscenos? Pues bien, su actuación no produjo nada de eso. ¿Entonces el esnobismo no existía? Si era así, todo el edificio mental accesorio de Cecil se venía abajo. Ya no podría entender nunca al mundo.

En la Cooper Union la experiencia resultó menos gratificante todavía. Los músicos vanguardistas que presentaban sus obras junto a él estaban en la posición ideal de determinar qué era música y qué no, ya que ellos mismos se encontraban precisamente en el borde interno de la música, en su área de ampliación sistemática. Pero tampoco aquí la posición ideal dio lugar al juicio correcto. De la obra del jazzman negro sólo pudieron decir dos cosas: que por el momento no era música(es decir, que no lo sería nunca) y que se les ocurriría casualmente la pregunta de si no estarían ante una especie de broma.

Cecil abandonó uno de sus empleos habituales y con algo de dinero ahorrado pasó los meses de invierno estudiando y componiendo. En la primavera surgió un contrato por unos días, en un bar de Brooklin, donde se repitió lo de siempre, lo de aquella primera noche. Cuando volvía a su casa en el tren, el movimiento, el paso de las estaciones inmóviles produjo en él un estado propicio al pensamiento. Entonces advirtió que la lógica de todo el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en efecto, en todas las historias con que Hollywood le había lavado el cerebro siempre hay un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error: en el paso del fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B que une una línea. En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito.

Supongamos, se decía Cecil en el vagón vacío a las tres de la mañana, que para llegar a ser reconocido deba actuar ante un público cuyo coeficiente de sensibilidad e inteligencia haya superado un umbral de X. Pues bien, si comienzo actuando, digamos, ante un público cuyo coeficiente sea de una centésima parte de X, después tendré que «pasar» por un público cuyo coeficiente sea de una quincuagésima parte de X, después por uno de una vigésima quinta parte de X… y así ad infinitum.

«De modo que mientras continúe la serie, siempre fracasaré, porque nunca tendré el público de la calidad mínima necesaria. ¡Es tan obvio!»

Seis meses después fue contratado para tocar en un tugurio al que asistían turistas franceses.

Se presentó poco antes de la medianoche. Sentado en el taburete, estiró las manos hacia las teclas, atacó con una serie de acordes… Unas risotadas sonaron sin énfasis. El mâitre le hacía señas de que bajara, con gesto alegre. ¿Habrían decidido ya que era una broma? No, estaban razonablemente disgustados. Subió de inmediato, para tapar el mal momento, un pianista negro de unos cuarenta años. A Cecil nadie le dirigió la palabra, pero de todas maneras esperó que le pagaran una parte de lo prometido (siempre lo hacían) y se quedó mirando y escuchando al pianista. Reconocía el estilo, algo de Monk, algo de Bud Powell. Lo emocionaba la música. Un pianista convencional, pensó, siempre estaba tratando con la música en su forma más general. Efectivamente, le dieron veinte dólares, con la condición de que nunca volviera a pedirles trabajo.


De “Fin de siglo” (1987)

El carrito

Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.
Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire.
En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos.
Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo.
Lo consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas?
Y aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado.
Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro.
El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:
–Yo soy el Mal.

viernes, 16 de abril de 2010

El rey que no quería bañarse

Hace muchísimo tiempo, cuando la guerra era un oficio de reyes, salían a pelear y volvían años más tarde, sucios y cansados. Esto le sucedió al rey Vigildo, que una mañana partió para la batalla y regresó veinte años más tarde, cansado y adolorido.
La reina Inés lo recibió con el baño pronto, pero cuando llegó el momento de bañarse, el rey no quiso saber nada.
Todos quedaron petrificados ante la negativa.
- ¿Cuál es el problema, Majestad?- preguntó el chambelán- ¿El agua está muy caliente, el jabón frío, la bañera muy profunda?
- No, que no. Pero no me voy a bañar.- contestó el rey.
No hubo manera de convencerlo. Intentaron forzarlo, pero hizo un gran escándalo.
La reina intentó que al menos, se cambiara las medias. Era buena hora, luego de veinte años.
Todos estaban intrigados y deseaban saber qué ocurría. Lo acosaron con preguntas durante días. Hasta que finalmente, el rey confesó:
- Extraño el campo de batalla. Estuve demasiado tiempo de guerra, me sentiría ridículo y aburrido dentro de una bañera. ¿Qué clase de rey guerrero sería? Más bien, parecería un guisante remojado.
La familia se puso a buscar una solución, hasta que al viejo chambelán se le ocurrió una buena idea. Mandaron fabricar una fortaleza, barcos, soldaditos y algunos dragones, para poner en la bañera del rey.
Vigildo estaba encantado y no dudó en meterse al agua. Comandaba sus ejércitos de juguete a viva voz. Daba órdenes y planeaba estrategias, mientras su campo de batalla flotaba sobre el jabón.
Eso es lo que cuenta la esponja. También dice, que desde esa época, quedó la costumbre de colocar juguetes en la bañera, para que los niños tengan con qué entretenerse a la hora del baño, para que nunca se aburran.

YO EN EL FONDO DEL MAR

En el fondo del mar
hay una casa de cristal.
A una avenida
de madréporas
da.
Un gran pez de oro,
a las cinco,
me viene a saludar.
Me trae
un rojo ramo
de flores de coral.
Duermo en una cama
un poco más azul
que el mar.
Un pulpo
me hace guiños
a través del cristal.
En el bosque verde
que me circunda
-din don... din dan-
se balancean y cantan
las sirenas
de nácar verdemar.
Y sobre mi cabeza
arden, en el crepúsculo,
las erizadas puntas del
mar.

VIAJE

Hoy me mira la luna
blanca y desmesurada.
Es la misma de anoche,
la misma de mañana.
Pero es otra, que nunca
fue tan grande y tan pálida.
Tiemblo como las luces
tiemblan sobre las aguas.
Tiemblo como en los ojos
suelen temblar las lágrimas.
Tiemblo como en las carnes
sabe temblar el alma.
¡Oh! la luna ha movido
sus dos labios de plata.
¡Oh! la luna me ha dicho
las tres viejas palabras:
«Muerte, amor y misterio...»
¡Oh, mis carnes se acaban!
Sobre las carnes muertas
alma mía se enarca.
Alma -gato nocturno-
sobre la luna salta.
Va por los cielos largos
triste y acurrucada.
Va por los cielos largos
sobre la luna blanca.

domingo, 11 de abril de 2010

Inescrupuloso - Silvina Julia Ruiz

Pedro se disponía a comerse un suculento huevo frito cuando descubrió la tragedia: la bolsa de las milonguitas estaba vacía. Miró su reloj, apenas faltaban tres minutos para la una del mediodía, si se apuraba llegaría antes de que la panadería cierre y con suerte podría comprar las últimas dos o tres milonguitas que le quedarían a esa hora.
Sin pensarlo dos veces, corrió a la calle, atravesó el jardín y ganó la esquina, cuál no sería su sorpresa cuando casi atropella a Don Esteban, su vecino, que salía de su casa con la misma prontitud que él.
No hicieron falta palabras, cada uno en los ojos del otro divisó el objetivo: hacerse de las últimas milonguitas de la panadería, ambos se miraron como dos gallos de riña, compararon fuerzas y sin mediar palabra alguna emprendieron la carrera.
Don Esteban, a pesar de ser mayor que él, tenía un mejor estado atlético e inmediatamente le sacó casi una cuadra de ventaja. Pero Pedro no se desmoralizó, cuando pasó por la puerta de Doña Rosita, entró al jardincito y al grito de guerra de “en un rato se la devuelvo” se montó en la bici y emprendió nuevamente el camino.
Faltaban apenas una cuadra para llegar a destino y ni noticias de Don Esteban, “claro – pensó riéndose por dentro –con la bici le debo haber sacado dos cuadras de ventaja”
Cuando al fin llegó a la panadería menuda decepción se llevó, ya había cerrado. Golpeó la puerta lo más fuerte que pudo y después de un rato salió Chicho, el ayudante del panadero que le dijo que ya no quedaba más pan, pero que Zoraya su esposa, le daría dos o tres para sacarlo del apuro
Se iba Pedro tan contento por haberle ganado a Don Esteban que no se dio cuenta del gigantesco bache que había delante suyo, cayó desparramado, milonguita de sombrero, y estaba aún tratando de reponerse del golpe cuando se acercó Don Esteban a ayudarlo.
- Pobre Pedro, que golpe te has dado, dejame ayudarte, discúlpame que antes salí tan apurado y ni te salude, es que tenía miedo a que cierre la verdulería, me había preparado un churrasquito y no tenía tomates…visto es que a vos te pasó lo mismo pero con la panadería… vení, vení que doy unos pancitos.

miércoles, 7 de abril de 2010

Correos y telecomunicaciones

Una vez que un pariente de lo más lejano llegó a ministro, nos arreglamos para que nombrase a buena parte de la familia en la sucursal de Correos de la calle Serrano. Duró poco, eso sí. De los tres días que estuvimos, dos los pasamos atendiendo al público con una celeridad extraordinaria que nos valió la sorprendida visita de un inspector del Correo Central y un suelto laudatorio en La Razón. Al tercer día estábamos seguros de nuestra popularidad, pues la gente ya venía de otros barrios a despachar su correspondencia y a hacer giros a Purmamarca y a otros lugares igualmente absurdos. Entonces mi tío el mayor dio piedra libre, y la familia empezó a atender con arreglo a sus principios y predilecciones. En la ventanilla de franqueo, mi hermana la segunda obsequiaba un globo de colores a cada comprador de estampillas. La primera en recibir su globo fue una señora gorda que se quedó como clavada, con el globo en la mano y la estampilla de un peso ya humedecida que se le iba enroscando poco a poco en el dedo. Un joven melenudo se negó de plano a recibir su globo, y mi hermana lo amonestó severamente mientras en la cola de la ventanilla empezaban a suscitarse opiniones encontradas. Al lado, varios provincianos empeñados en girar insensatamente parte de sus salarios a los familiares lejanos, recibían con algún asombro vasitos de grapa y de cuando en cuando una empanada de carne, todo esto a cargo de mi padre que además les recitaba a gritos los mejores consejos del viejo Vizcacha. Entre tanto mis hermanos, a cargo de la ventanilla de encomiendas, las untaban con alquitrán y las metían en un balde lleno de plumas. Luego las presentaban al estupefacto expedidor y le hacían notar con cuánta alegría serían recibidos los paquetes así mejorados. «Sin piolín a la vista», decían. «Sin el lacre tan vulgar, y con el nombre del destinatario que parece que va metido debajo del ala de un cisne, fíjese». No todos se mostraban encantados, hay que ser sincero.

Cuando los mirones y la policía invadieron el local, mi madre cerró el acto de la manera más hermosa, haciendo volar sobre el público una multitud de flechitas de colores fabricadas con los formularios de los telegramas, giros y cartas certificadas. Cantamos el himno nacional y nos retiramos en buen orden; vi llorar a una nena que había quedado tercera en la cola de franqueo y sabía que ya era tarde para que le dieran un globo.

Instrucciones para dar Cuerda al Reloj

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan. ¿Qué más quiere, qué más quiere? Atelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

"La sentencia" de Wu Ch'eng-en

Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.

Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.

Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:

-¡Cayó del cielo!

Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:

-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.

domingo, 4 de abril de 2010

Como siempre

1.

A María Luisa no le agradaba que la interrumpieran. Por lo demás, a nadie le agradaba interrumpirla. Sin embargo, cuando esta vez descendió a referirse a «esa tonta de Clara», y, empuñando el cigarrillo como una batuta, quiso comentar con grosería sutil y llevadera, el apasionamiento con que aquélla defendía su tranquilidad, Roberto no pudo contenerse.

-No la imagino a Clara apasionada -dijo-. Por lo general, los que defienden su tranquilidad, son los que están lejos de su propia furia. Ya sé, no estás de acuerdo. Pero yo considero que si existe un reducto feliz sobre la tierra, no debe ser de los inquietos.

-Oh, querido, naturalmente... Cuanto más lejos de la tormenta, mejor. Se aprecia el espectáculo sin abrir el paraguas. Nunca saldrás de ese centro tranquilo, a menos que halles la bomba debajo de tu silla.

Aún sobrevivía en María Luisa un rito adolescente. Siempre que reaccionaba como ahora, recurría a imágenes de alguna estridencia, hechas para una acústica más que familiar. Allí, sin embargo, donde las paredes merecían sus libros, donde los pocos cuadros no eran cansadores y uno podía, sumergiéndose en los tímidos sillones, quedarse del otro lado del bullicio, esas palabras se tornaban gritos, y todos -mobiliario y personas- se miraban con un poco de pánico.

-Posiblemente en mi quietud -dijo Roberto-, en mi centro tranquilo, haya más actividad que en todas tus inquietudes. Te movés siempre. ¿Nunca te hace falta un apaciguamiento?

Había estado a punto de decir: «¿Nunca te pide el alma un apaciguamiento? », pero sabía que María Luisa tenía reacciones particulares frente a algunas palabras. En cambio, agregó:

-Además, no deja de dolerme que trates tan poco amablemente a Clara, que aunque te parezca irremediablemente estúpida, tiene mucho de lista en eso de no discutir contigo.

-Más que vos, por lo visto.

Él la miró entristecido, como buscando en ella algo a que asirse, algo en que confiar para -tan sólo eso- apostarse a la espera.

-Más que yo, por lo visto.

Roberto no tenía interés especial en defender a Clara. La apreciaba, sin duda, porque era muy callada, pasablemente música, bastante sincera. No era bonita ni -a primera o segunda vista- tampoco simpática. Lo mejor que podía conocerse de ella, aparecía recién a los varios meses de trato cauteloso. Roberto, que así la había tratado, reconocía en ella cierta impermeabilidad al enojo, cierto gusto de ampararse en su ambiente interior y una evidente atracción por el estudio racionado y severo. El reconocimiento de tales cualidades no había bastado, empero, para acercar a Roberto. Se sentía mejor si había entre ambos, cuando menos, alguna habitación de por medio.

Tampoco tenía Roberto un interés especial en atacar a los inquietos. Ni -en el caso de atacarlos- de incluir entre éstos a los famosos inquietos de espíritu. La inquietud del espíritu, así, como frase, como lugar común, era algo que no llegaba a comprender del todo ni se esforzaba en ello. Le parecía que para que su parte anímica funcionara normalmente, el individuo debía llegar a la paz interior. La paz interior y, de ser posible, también exterior, es decir, lisa y ecuménicamente, la tranquilidad, constituía para Roberto un esbozo tal de lo feliz, que se hubiera sorprendido de alcanzarlo algún día. Así de lejana llegaba a parecerle la aquiescencia del destino para semejante anhelo. Creía, como decía uno de sus ingleses preferidos, que las libertades particulares se gozan a condición de cierta forma de esclavitud general, y, sin que pudiera evitarlo, notaba cierta bambolla en el lujo de libertad con que se abrían paso los inquietos. Al fin de cada historia, se hallaba con que todos caían en un cogollito y comenzaban paulatinamente a suspender sus explosiones aisladas, espontáneas y particulares, para integrar alguno de los muchos coros disponibles. Y desde el momento en que el armatoste social se organizaba como ópera italiana, la libertad pasaba a ser un estribillo que quedaba muy bien en la voz del tenor ligero, y arrancaba alaridos, aplausos y pataditas de delirio allá en la galería.

Por eso le parecía preferible soportar la esclavitud general y defender su libertad particular, a tolerarse reclamando una libertad sin límites ni aplomo, demasiado general para ser asequible, demasiado altruista para no ser armada egoístamente. Como libertad particular, la tranquilidad era un estado ideal, el único, finalmente, en que el espíritu tenía derecho a revelarse inquieto.

Esta vez, su estallido mental había sido contemporáneo de otro intuitivo y ambos habían tenido por objeto a María Luisa. Pero ni durante el brevísimo, casi instantáneo proceso de intumescencia, ni durante la apenas esbozada discusión, tuvo Roberto tiempo y serenidad suficientes como para darse cuenta de cuánto se le había revelado. Ahora sí lo sabía. Había deseado que María Luisa lo traicionara.

2.

Hubo un silencio de tres horas. Después de la cena, María Luisa, ya no tan convencida de su indignación, se demoró tejiendo. Pero Roberto se fue al café.

El café, como ritual, como misterio masculino, tenía para Roberto dos colores de atracción. El de sus momentos solitarios (cuando, aislado en la niebla perfimiada que despeclía el pocillo, llegaba inconscientemente a conquistar cierto aspecto de visionario beatífico) y el de sus espaciados encuentros con Asdrábal y Jaime, prolongados por lo común hasta la madrugada, cuando, cada vez más desvelados, cada vez más despiertos, se aventuraban -sin método y sin meta- hacia temas elásticos, limpios, potenciales.

Veinte años atrás, se habían reunido allí durante una huelga de estudiantes, mientras los otros derrochaban inútilmente la valentía del asueto en una grita empalagoso. Tuvieron épocas malas y épocas peores, en las que debían hacer treinta cuadras a pie (cuarenta, en el caso de Jaime) para ganar, con el ahorro del tranvía, el derecho de permanencia en el local. Tres cafés. Durante años, tres cafés. A poco de casarse, Roberto y Asdrúbal dejaron de estudiar. Jaime se doctoró en derecho. No obstante, siguieron viniendo dos o tres noches al mes.

Las diez y media. Todavía quince minutos de soledad. Hay que aprovecharlos. Aprovecharlos es sacarles el menor provecho. Dejarse estar. Ver. Escuchar. Al mirar hacia la izquierda, cierta presencia física le provoca un choque. A los treinta y cinco años no alcanza a recordar que él, a los veinte, haya sido tan ridículo como ése, tan inconsciente fantoche. (Alto, pelirrojo. Ojitos de ternero y patillas largas, color zanahoria. El pelo levantado en una instantánea de gomina, desafiante como un gorro ftigio. No está solo. Tiene su corte. Él y la corte hablan de automóviles. De la cuarta para carreteras, del faro piloto, de la banda blanca, del neblero, de las espigas en el paragolpe, del buscahuellas, del ... )

Roberto fuma y piensa en María Luisa. Busca referencias sobre la historia de este enfriamiento. Nada. Aquello se hizo solo. Empezó un poco antes de la muerte del chico. Como si desde entonces ya lo vislumbraran. Que ese puente nada unía. Después del accidente, las cosas empeoraron. No era dolor. En el caso de Roberto, debido a que el hijo había sido absorbido por la madre y él se encontraba fuera de su mundo. En el de ella, porque no podía ni quería evitar un estremecimiento de egoísmo al hallarse sola frente al posible amor de Roberto. Naturalmente que al sentirse sola, sin el auxilio de la competencia que había representado el pequeño Andrés, aquel amor había dejado de interesarle, porque en la puja de. sentimientos sus propios celos le servían de estímulo.

Cuando la encontró, hacía once años, ella era novia de Jaime. No exactamente novia. En ese entonces, ellos no tenían -ni podían tener- novias. Apenas si disponían de lo suficiente para sobrellevarse a sí mismos. Pero algunos tenían amigas. Desde el más restringido significado sexual hasta el otro más amplio y afectivo. María Luisa era amiga de Jaime. De parte de éste, en el sentido amplio y afectivo. De parte de ella, ni ella misma sabía en qué sentido. Simpatizaba con Jaime, lo deseaba moderadamente. Leían a Baudelalre, festejaban a Nietzsche, se burlaban de Dios y de Renan. Se les veía juntos bastante a menudo. Recorrían la Rambla, iban a la Biblioteca, entraban por un rato en la iglesia del Cordón. Roberto'lo sabía.

(El de las patillas zanahoria y el gorro frigio lleva a su grey por otras sendas. Diez minutos de fútbol, diez de cine, diez de política, diez de cualquier cosa.)

Ahora volvía a paladear su culpabilidad. Siempre que veía a Jaime, eso se le renovaba. Se le renovaba también la duda. No quería ser injusto consigo mismo, pero dudaba. Por aquel entonces tenía pensado no casarse con ninguna mu'er a la que deseara demasiado. Le parecía poca garantía y -sobre todo- poca previsión. No obstante, desde el momento en que vio a Jaime con María Luisa, se dio cuenta de lo que empezaba a madurar. A madurar en él, naturalmente. Se dio cuenta, se estudió durante un cuarto de hora y se dijo: «Eso nunca.» Después se descuidó. Cuando el «eso nunca» se transformó en «eso no», pudo apreciar la diferencia que va de la negación total a la simple negación. Suave, torpemente, comenzó a sorprenderse acechándola. Como ella, en cambio, no se sorprendió en absoluto, Jaime renunció sin lucha ni vergüenza. Roberto estaba casi seguro de que Jaime no le guardaba rencor. En realidad, entre éste y María Luisa no había mediado nada, ni siquiera palabras comprometedoras, que después de todo son el nudo más fácil. Jaime renunció, dio su enhorabuena y siguió estudiando. Cuando se puso su tristeza, vio que le quedaba un poco grande. A los veinte días estaba otra vez leyendo a Baudelaire, festejando a Nietzsche. Pero sólo se burlaba de Renan.

(Silencio. El guía sonríe. Los demás esperan. Uno, por decir algo, pide el cuarto café. Otro, que reforma la ajena inspiración y la aprovecha, pide un «cortado». La reunión se desmaya. Ya nadie tiene nada que decir. Pero como se quedan siempre hasta las doce ... )

3.

Hacía ya mucho tiempo que el amor había quedado en tontería, y bastante también, aunque no tanto, que la tontería había quedado en frialdad. El paso siguiente podía llegar al odio. Ahora mismo, sin arraigo aún y sin motivo, el odio hacía visitas tímidas, espaciadas, pero suficientes para ir formando el hábito de retirar a medias la confianza.

María Luisa no había cambiado mucho. ¿Qué pasaba entonces? Todos -¿cuántos eran todos?- la encontraban tan alegre, tan completa, tan valiente, tan sencilla, en fin y concretando, tan ricura como antes. Ni ella se creía ingenua ni los otros la creían tal. Ni demasiado doméstica ni demasiado intelectual. Había cambiado los ídolos siempre que fue oportuno. De Baudelaire había llegado a Valéry, de Nietzsche a Camus. Estrictamente al día. ¿Dónde quedaba el pobre Roberto, con su entusiasmo por los tartamudos en la novela inglesa, desde el Brian de Huxley hasta el Anthony de Waugh?

En el orden doméstico, hoy trabajaba tan poco como antes, y si sus relaciones con la' servidumbre eran de menor tirantez, eso era debido en buena parte a la filosofía solapadamente jocosa con que las últimas chicas habían encarado el asunto. Daba gusto verlas trabajar, obedecer, divertirse y robar.

Todo eso no llegaba a fastidiar a Roberto. Pero, en rigor, ¿qué le fastidiaba? Le fastidiaba, por ejemplo, una discusión insulsa como la de esta tarde, una discusión como ésa, pesadamente familiar. Lo que había dicho sobre los libres y los inquietos, representaba sólo aproximadamente lo que había pensado, pero aun así lo representaba bastante bien. En realidad, lo mismo habría sido decir: «Estoy descontento», que discutir sobre furias a propósito de Clara. Sí, estaba descontento, confusamente descontento. Con María Luisa, consigo mismo. Letparecía haberse vuelto demasiado respetable y carecer de los medios legítimos para quitarle empaque a ese respeto. Por lo demás, estaba poco acorazado para habérselas con sus propias reacciones. De ahí que la sola presencia de María Luisa le provocara una especie de calambre mental. En el subsuelo de su vida matrimonial debía haber sin duda un desperdicio de conciencia del que a veces le llegaba alguna oleada fétida.

-Hola.

Tuvo que sonreír cuando, intimidado, sintió la mano de Jaime sobre el hombro.

-Hola. ¿Y Asdrúbal?

Era la última esperanza. Podía haber pestañeado, pedido otro café, complicado las cosas. Pero quería salvarse de una entrevista a solas con Jaime. 0, por lo menos, saber a qué atenerse.

-Asdrúbal me avisó que no viene.

Que no viene. Ah. Siempre había pensado que algún día tendría que faltar Asdrúbal. Pero ahora...

-Es la primera vez que falla uno.

-O que fallan dos...

Eso lo dijo por algo. Entonces él también esperaba la oportunidad. Eso lo dijo por algo. Tenía los ojos demasiado brillantes, los labios demasiado firmes.

Jaime se puso a hablar de política. Mejor. No era un tema embarazoso. Pero al cabo de una media hora de escuchar las opiniones de Jaime sobre la libertad de prensa, la situación en los Balcanes, y el voto femenino, Roberto se escuchó diciendo: «Parece increíble. Ni remotamente podés imaginarte con qué pensamiento avergonzado estoy jugando. » Hipócrita. Uno respira y se siente hipócrita.

-Oh, no es tan difícil. Siempre te has sentido culpable frente a mí. -¿Frente a vos?

-Sí. Te imaginas que me la quitaste.

Insoportable. Que lo diga así, sin preámbulos, sin asco, sin enojo. -¿A María Luisa? Estás loco. No pensé qué... -Podés estar tranquilo. No había nada.

-Ya lo sé, ya lo sé. Por eso te digo que estás loco.

Llegó la sonrisa de Jaime y Roberto se sintió inesperadamente ridículo. Tenía la boca con saliva amarga. Cuando empezó a hablar, era ya de otra cosa.

(El grupito se levantó a las doce en punto. Primero pasó el guía, luego los seis discípulos. Ceñidos, bostezantes, intercambiando mimos.)

4.

Era humillante pensarlo. Cuando el chico había muerto, ellos se habían encontrado por primera, por única vez, tal como eran, tal como no predicaban ser. Roberto se imponía ahora el recuerdo del rostro de María Luisa, de aquel sin cólera y sin dolor, sitiado en sus contornos por los corderitos del empapelado. La mueca de indiferencia, de ganas contenidas, de seriedad en hilvanes, había sido insufrible y compacta, sin un solo resquicio para la duda en ciernes, ara la duda mansa, vulgar, salvadera. ¿Y eso era un rostro de mujer? El, que era el hombre y por lo tanto no debía traicionar su abolengo de ojos secos, él, que había sufrido derrotándose, sintiendo -no sabía dóndechasquear el dolor como un látigo, él había condensado su angustia caudal en un tibio y constante hilo de lágrimas. Y nadie había sabido el consternado fastidio, el fastidio sin cálculo, irresistiblemente agudo, con que obtuvo la serenidad indispensable y repasó, enumerándolas, sus decisiones. Una cosa era cierta. Ese mismo día o más adelante, no importaba la fecha, dejaría a María Luisa. No exigía nada en el presente, pero necesitaba a toda costa un futuro sin ella. Un futuro sin ella. Consigo mismo.

Aún mucho tiempo después, aquel rostro de María Luisa rodeado de corderitos, en el cuarto del hijo, había permitido la evolución normal de su fastidio. Necesitaba representárselo para animarse. Hoy había deseado que María Luisa le traicionara. Con cualquiera. No era virtud de cornudo magnífico; era, simplemente, su egoísmo. Sobornar al examinador para terminar antes la carrera. Pero a la vez se había sentido generoso como un proveedor de futuros. Ningún accidente, ninguna enfermedad, ni siquiera la muerte. Sólo verse libre.

5.

Roberto contemplaba sus propios pasos. Siempre había tenido la supersticiosa diversión de esquivar determinadas baldosas, a las que iba señalando inconvenientes, improvisando augurios. Pero ahora no ponía ningún esmero. Pisó una de las prohibidas y ella dio un grito delicioso, pero corto, sin ecos.

La calle estaba sola. Se puso a pensar en las cosas ridículas que había leído sobre las aceras solitarias, sobre la medianoche, sobre los faroles, y se sintió capaz de avergonzarse por ellas. La calle estaba quieta como en un cuadro. Acaso estaba orando, acaso estaba arrepintiéndose de todos los automóviles, de todos los caballos, de todos los tranvías con que había pecado en la jornada. Cuando iba pensando el tercer disparate, su otra memoria reconoció la puerta. Halló que su casa -además de la verja con encaje, del patético jardín de cámara, de los balcones como palcos, de todos los otros síntomas de su actual y embarazoso prosperidad económica-, halló que su casa era asimismo una idea poco satisfactoria. ¿Qué le esperaba? Ni siquiera el hijo. Ni siquiera el hogar.

La actitud de Jaime había sido un obstáculo. Él había querido, a la vez que darle una oportunidad de perdonar, darse también una oportunidad de quedar al día con los escrúpulos. Pero el otro no había querido reconocerle la culpa. Sencillamente, le había tornado el pelo.

A él le quedaba el problema de qué hacer ahora con el pasado. No era cosa de alimentarlo en silencio ni de estrangularlo. En el café se había sentido bruscamente sin amistad. Quedaba Asdrúbal. Sí. Pero la certidumbre aminoró el deleite. Quedaba Clara, con sus lamentables y místicas virtudes. No. Ni siquiera estaba seguro de quedar él mismo para la amistad o para el amor.

Su iricomunicable silencio se estiraba en la calle. Cuando escogió la llave, se sintió cobarde y desatinado. Y, a pesar de todo, indiferente. Recordó al grupito del café. Ellos se asían por lo menos a un vínculo, precario, estúpido, pero casi feliz en su medianía; ellos no estaban solos. ¿Para eso había sostenido exigencias? ¿Para ser menos feliz que un fantoche? ¿Dónde estaba la intimidad en que refugiarse, la vida ajena- que justificara la propia?

Como siempre, cerró la puerta con cuidado. Había luz en el comedor. Había, como siempre, sobre la mesa, queso y dulce, galletas, leche fría. Comió sin recompensa y sin hambre. Miró los avisos del diario de la noche, recorrió las noticias. Bostezó en tres etapas, triste de desaliento.

Cuando entró al dormitorio, María Luisa dormía. Los ronquidos la sacudían a veces como una carcajada incontenible. Roberto comenzó a desvestirse. Como siempre, puso la corbata sobre el saco, los gemelos junto al vaso con agua. Fue la impremeditado caída del segundo zapato lo que la despertó. El último ronquido tuvo cierta emoción. Luego, abarcando la escena desde un solo ojo, murmuró: «¿Qué tal, querido?» No esperó la respuesta. Salió al encuentro de la próxima modorra.

Como siempre. «¿Qué tal, querido?» o la reconciliación. Por un momento sintió envidia de los pobres diablos que hablan de la patrona y le llevan cada sábado una torta con merengue.

Cuando estalló en el reloj del comedor la acostumbrada campanada, comprobó -como siempre- la exactitud de su reloj. Entonces notó que era demasiado tarde. Como siempre.

sábado, 3 de abril de 2010

Mucho gusto

Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego, de temas varios, y no siempre racionalemente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
- No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también a momentos de profundo desamparo en lo que se llaga a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mi es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar y me lo juró.
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
- Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chavez, viajante de comercio y le tendío la mano.
- Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka para servirle.

El traje nuevo del emperador

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
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